"Quizá la nostalgia sea un deseo; o el resplandor de un tiempo en que creíamos ser felices". Ana Mª Matute, "Aranmanoh"
Nunca será igual el pasado al presente y no solo por una cuestión cronológica, que es evidente, sino porque nosotros mismos hemos cambiado. El lugar es el mismo, el paisaje básico sige estando allí, así como los colores y los aromas, pero nosotros somos diferentes. Comentando estos spectos con el excelente y culto amigo que es Adrián Rodríguez Junco me decía con acierto que en realidad la luz o el mar son los mismos, solo que nosotros los vemos con ojos diferentes, porque nosotros también lo somos.
El primer impacto al llegar a la Punta era y es, especialmente en invierno, el fuerte olor a mar. En la costa puntera se entremezclan olores diferentes que además son distintos según la época del año y el lugar en donde se esté. En invierno las orillas verdean, mientras que en verano un blando color castaño tiñe los rompiente de la olas. La temperatura de la mar en cada estación tendrá sin duda su papel en ello, pero no por eso deja siempre de sorprender al que desea ver más que un paisaje ocasional.
Durante mi niñez, en una época en el El Puertito bullía en actividad pesquera, la zona olía de forma inevitable a los frutos del mar, pues allí se limpiaba el pescado y se colocaba en las cestas -por algunos llamadas, significativamente, barquetas- entre jugosos y brillantes trozos de algas ("mujo"), cuyo cromatismo iba del suave dorado sin ostentación al sepia. Las mujeres cargarían después sobre sus cabezas aquel milagro de plata que era el fruto de un trabajo nunca bien compensado que pregonarían con ímpetu misionero por los campos cercanos y por la Ciudad.
El mar de fondo puntero trae de vez en cuando sopresas a la costa en forma de algas bundantes que se depositan en la orilla. Allí se acumulan, sestean y van cambiando de olor y color, tiñendo las aguas próximas con el oro de la malvasía vieja. Por la costa, en dirección a San Juanito, cuando no había carril para coches sino una vereda estrecha fruto de siglos de tránsido pedestre, se acumulaban en determinados lugares verdaderas colinas de algas en putrefacción, llevadas hasta allí por las manos de quienes las usarían después como abono para las fincas colindantes. Aquel olor característico se unía en una extraña simbiosis con el salitre de la mar brava, más allá del Altarejo, con el de los cardones, las tabaibas o las tuneras de raquíticos higos de pulpa color granate.
A este paisaje visual y oloroso se unían, y aún lo hacen, los luchadores y tenaces tarajales (Tamarix canariensis), supervivientes en un medio hostil, que estoicamente soportan lo vientos salinos y muestran al batiente su desnudez más absoluta en una sobriedad inquietante.
En esa zona los aromas cambiaban y se entremezclaban también con los del cebollino y el de Nitrato de Chile, aquel que pregonaba sus bondades en los mosaicos tejineros y que ayudaba a fertilizar las tierras dedicadas a la platanera. En algún momento y en algunas pequeñas parcelas se llegó a cultivar algodón, que se rodeaba con modestas y ocasionales plantaciones de calabaza y batata para el consumo doméstico y que sirvieron durante mucho tiempo como moneda de intercambio en una economía de subsisteencia.
Aromas, colores y formas que venían, vienen y vendrán siempre condicionadas por el implacable y majestuoso Atántico. A principios de septiembre, cuando llegaba la hora de la marcha a la Ciudad y la Arcadia infantil quedaba en suspenso hasta el año siguiente, mis ojos se llenaban de nostalgia y sentía una extraña desazón en mi ser al contemplar la refracción de los rayos solares sobre aquel mar hipnotizante que centelleaba como un espejo de oro que tuviera vida propia.
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