JUEGOS DE MAR (1)
Un elemento fundamental de los recuerdos de los adultos es la infancia., y dentro de ese espacio vital, los juegos. Estos han ido evolucionando a lo largo del tiempo, pero en lo fundamental muchos de ellos consisten en aprovechar el entorno, la naturaleza, y a través de ellos ir descubriendo la vida. Por eso muchos de los juegos infantiles consisten en imitar las labores de los adultos. La sociedad en la cual vivimos ha hecho desaparecer, al menos en los medios urbanos, esos elementos de juego, y niños y jóvenes se encuentran inmersos en juegos electrónicos y cosas similares que puede que no valoren en muchos casos los elementos esenciales de los juegos tradicionales, como son la camaradería, la amistad, la solidaridad,...
Estar, vivir, al lado del mar conlleva sumergirse en la filosofía de la vida que él mismo transmite. El deleite de aprender a nadar, las competiciones espontáneas y ocasionales, el mariscar, los trucos de la pesca con anzuelo o con pandorga, los barquitos de hojalata...
Los lugares de baño más habituales en la Punta se distribuían en tres zonas de la costa de la Hoya Baja: El Arenisco, el Roquete y el Puertito. Dependía la elección de gustos personales, de la edad o de la proximidad: Las Furnias, El Altarejo y el resto de la costa era para gente mayor, algo lejano y excéntrico para los chiquillos de la época. Se iba una vez en verano de merienda a Las Furnias o San Juanito, y no más.
El Arenisco era el lugar más cercano, familiar y concurrido. El baño, naturalmente, dependía del estado de la marea, que para nosotros era alta o baja, subiendo o bajando. No era una marea muy sutil de definir la pleamar y la bajamar, pero sí práctica. En la década de los años 30 hubo en El Arenisco casetas de madera pintadas de colores, las cuales fueron construidas por varias familias de veraneantes para poderse cambiar en las mismas. En aquellos años, según me contaron los mayores, el momento del baño era distinto según sexo y edad. Primero acudían a la playa las mujeres y los niños, después los hombres. Ellas lucían unos bañadores de tela de mahón de confección casera, falda larga incluida, excepto una dama que, más atrevida y moderna, comenzó a usar un largo bañador de punto hecho a propósito.
Cuando se retiraban señoras y niños llegaban los hombres y los jóvenes mayores, tocados todos ellos con sombreros panamá o canotiers, bañadores de tirantes y puro habano en ristre. Mi abuelo Víctor era uno de ellos. Cuando el Charco Redondo, hoy desaparecido engullido por la actual piscina, estaba practicable en la bajamar, mi abuelo llevaba una botella de Lacrima Christi de cosecha propia en su finca de Los Baldíos que se ponía a enfriar en el mismo Charco. Se llevaban copas de vino y se tomaba el aperitivo después del baño que no consistía, por cierto, en batir ningún record olímpico, sino en charlar animadamente con los sombreros puestos y terminarse mientras tanto el habano que se había encendido al bajar a la playa.
Junto con mi abuelo participaban en el remojón-tertulia D. Manuel González, padre de la maestra, el Sr. Renshew, D. Celestino Ramos, D. Luis Ramos Falcón o alguno de sus hermanos, D. Elías González, D. Carlos Nóbrega y otros.
No obstante, ya en los años cincuenta no había separación por sexo o edad. La chiquillería, siempre inquieta y revoltosa, deseábamos llegar al Arenisco cuanto antes pero las madres, en previsión de desmanes o presuntos ahogamientos, tenían que estar presentes en el momento del baño. Envidiábamos a rabiar a los muchachos punteros, que estaban ya nadando como pejes sin permiso ni supervisión de nadie. La cosa es que las madres se entretenían por el camino hablando de sus cosas, girando casi siempre la conversación en torno a la comida de mediodía, intercambio de recetas o alguna novedad llegada con la guagua que, además de gente, llevaba a la Punta provisiones y la prensa, que así era como se llemaba genéricamente el periódico El Día, recordando quizá su nombre de antes de la Guerra Civil.
Esa extraña práctica, para nosotros, de ir retrasando la llegada a la playa constituía una incomprensible tortura, por lo que no quedaba más remedio que pedir permiso a gritos para adelantarnos, cosa que se daba habitualmente, pero con una severa advertencia: "¡No se metan en el agua hasta que lleguemos!"
A esa voz dalíamos de estampida por la inestable vereda de tierra finísima que llevaba al charco y que bajaba por el costado de la casa de la familia Ramos Falcón, levantando con ello una polvareda increíble. Esa espera de unos solos minutos era insufrible, dándonos la impresión de que el mar se agotaba y no nos iba a dar tiempo de disfrutar de él lo suficiente. Dejábamos las toallas y todo el matalotaje que llevábamos sobre el callao caliente y hábiles en caminar sobre ellos nos sumergíamos hasta las rodillas en El Arenisco, preparados para lanzarnos al agua nada más ver las figuras, para nosotros ceremoniosas y lentas, de nuestras madres que llagaban enfrascadas en su conversación.
El saber nadar era para nosotros algo lógico. Ninguno de nosotros recibió clases de natación; aprendimos por imitación y porque el cuerpo humano flota en un medio acuoso de forma natural. El que no aprende a nadar no lo hace simplemente porque tiene miedo. Primero nadábamos como ranas y después aprendimos observando a los chicos punteros, que nadaban como pejes, y de algunos adultos que tenían buen estilo, como es el caso de D. Basilio Francés y sus hijos entre los veraneantes, o Manego, Lele o Juana, entre los locales, que eran consumados nadadores.
Pero la presnecia del mar en nuestras vidas no se limitaba a la hora del baño pues, si podíamos, estábamos desde el amanecer en sus orillas, mariscando, pescando, jugando con barcos de lata o disfrutando del más sencillo de los entretenimientos: lanzar callaos al mar con cierto estilo para que rebotaran varias veces sobre su superficie. Pero eso es el inicio de otra entrega.
Junto con mi abuelo participaban en el remojón-tertulia D. Manuel González, padre de la maestra, el Sr. Renshew, D. Celestino Ramos, D. Luis Ramos Falcón o alguno de sus hermanos, D. Elías González, D. Carlos Nóbrega y otros.
No obstante, ya en los años cincuenta no había separación por sexo o edad. La chiquillería, siempre inquieta y revoltosa, deseábamos llegar al Arenisco cuanto antes pero las madres, en previsión de desmanes o presuntos ahogamientos, tenían que estar presentes en el momento del baño. Envidiábamos a rabiar a los muchachos punteros, que estaban ya nadando como pejes sin permiso ni supervisión de nadie. La cosa es que las madres se entretenían por el camino hablando de sus cosas, girando casi siempre la conversación en torno a la comida de mediodía, intercambio de recetas o alguna novedad llegada con la guagua que, además de gente, llevaba a la Punta provisiones y la prensa, que así era como se llemaba genéricamente el periódico El Día, recordando quizá su nombre de antes de la Guerra Civil.
Esa extraña práctica, para nosotros, de ir retrasando la llegada a la playa constituía una incomprensible tortura, por lo que no quedaba más remedio que pedir permiso a gritos para adelantarnos, cosa que se daba habitualmente, pero con una severa advertencia: "¡No se metan en el agua hasta que lleguemos!"
A esa voz dalíamos de estampida por la inestable vereda de tierra finísima que llevaba al charco y que bajaba por el costado de la casa de la familia Ramos Falcón, levantando con ello una polvareda increíble. Esa espera de unos solos minutos era insufrible, dándonos la impresión de que el mar se agotaba y no nos iba a dar tiempo de disfrutar de él lo suficiente. Dejábamos las toallas y todo el matalotaje que llevábamos sobre el callao caliente y hábiles en caminar sobre ellos nos sumergíamos hasta las rodillas en El Arenisco, preparados para lanzarnos al agua nada más ver las figuras, para nosotros ceremoniosas y lentas, de nuestras madres que llagaban enfrascadas en su conversación.
El saber nadar era para nosotros algo lógico. Ninguno de nosotros recibió clases de natación; aprendimos por imitación y porque el cuerpo humano flota en un medio acuoso de forma natural. El que no aprende a nadar no lo hace simplemente porque tiene miedo. Primero nadábamos como ranas y después aprendimos observando a los chicos punteros, que nadaban como pejes, y de algunos adultos que tenían buen estilo, como es el caso de D. Basilio Francés y sus hijos entre los veraneantes, o Manego, Lele o Juana, entre los locales, que eran consumados nadadores.
Pero la presnecia del mar en nuestras vidas no se limitaba a la hora del baño pues, si podíamos, estábamos desde el amanecer en sus orillas, mariscando, pescando, jugando con barcos de lata o disfrutando del más sencillo de los entretenimientos: lanzar callaos al mar con cierto estilo para que rebotaran varias veces sobre su superficie. Pero eso es el inicio de otra entrega.
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