Atardecer

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Septiembre 2009

viernes, 15 de julio de 2011

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA


Posted by PicasaMi abuelo, Víctor Núñez Fuentes, en la terraza de la Punta.
    Autor de la fotografía: Víctor Nuñez García

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA (2)

Para ir "de quedada", que así se decía cuando comenzaba el veraneo oficialmente, se iba en taxi. Mi abuelo se adelantaba a mis padres en unos días, y mi hermana y yo marchábamos con él en el taxi de José Santana. Este taxista había sido chofer de mi abuelo durante años, y después de que mi abuelo vendiera el último automóvil que tuvo, José se sacó la licencia de taxista y lo fue de la parada de La Concepción durante el resto de su vida laboral. José Santana era un hombre orondo, calvo y afable, con una risa característica y muy propia de él. Sus ojos se achinaban cuando reía y su calva relucía más lustrosa en esas frecuentes ocasiones.

José Santana siempre estaba dispuesto a llevar a mi abuelo a cualquier parte, fuera a dar la vuelta a la isla, cosa que hacía dos veces al año pernoctando en Icod y en Granadilla, o para ir a la Punta o a Los Baldíos. Por otra parte, era el únco taxista capaz de aguantar las impertinencias del perro de mi abuelo, el Jolie (léase Yolí), un antipático can que solo hacía migas con su amo y con Ángela. El resto del mundo para él solo eran objetos para morder.

Los preparativos para irse una temporada a la Punta era divertidos, de auténtica película de cine mudo. Se empaquetaban las cosas más dispares, y junto a los efectos personales se llevaban garrafones de vino blanco y tinto, vinagre, papas, cebollas y cosas por el estilo, amén de un par de manojos de tollos recién comprados en la pescadería de Alfonsito y que olían a rayos. Cuando el taxi estaba colmado de artilugios y paquetes diversos comenzaba la maniobra de meter al perro en el coche, a lo que se resisitía como un  condenado a muerte. Pese a la advertencia de no darle de comer siempre le daban algo, y antes de llegar a la esquina de las Máquinas Singer (que era el nombre como se conocía popularmente en La Laguna a la esquina entre las calles Herradores y San Juan), ya el perro se había vomitado ...

Pero antes de que eso sucediera mi abuelo, que no participaba en nada de aquel trajín y cuando ya todo estaba acomodado en el coche, aparecía con su viejo maletín de viaje de principios de siglo y saludaba con cortesía a viandantes y conocidos descubriéndose la cabeza y anunciando su partida a la Punta del Hidalgo. Sinceramente, todo aquello nos causaba risa y lo pasábamos en grande, a pesar del dichoso perro y de ir medio sepultados por los bultos del veraneo.

Porque esa es otra cosa: no se trataba de pasar unas vacaciones o un fin de semana, conceptos que no se utilizaban, sino de ir de veraneo, es decir, de pasar todo el verano en la Punta del Hidalgo.

La entrada para llegara la casa era casi "triunfal", Toscalito abajo. El camino era por aquel entonces de piedras, tosca y tierra, empinadísimo aunque corto en trayectoria y polvoriento a más no poder. El taxi acababa como recién salido de la batalla de El Alamein, referencia que tomábamos, claro está, de las películas entrecortadas que veíamos en el cine puntero los domingos por la tarde. Después había que descargar todo aquello, pero eso era un asunto que no entraba en nuestras competencias. Simplemente salíamos de estampida al Arenisco a darnos el primer baño del verano ...

En la Punta, al menos en la Hoya, solo había dos taxis en activo, el de Natalio Gutiérrez y el de Juan Ramos, que además los usaban para surtir de mercaderías sus respectivas ventas. Ambos fueron personas muy activas y creativas para los negocios, lo que hoy se denomina emprendedores.

Un punto y aparte merece lo que podríamos llamar "la llegada del indiano", que en aquella época no emigraban a Cuba sino a Venezuela. Solía llegar en taxi y por sorpresa. El taxi comenzaba a tocar la pita de manera insistente desde que llegaba a la altura de Sabanda, por lo que se sabía que algo extraordinario iba a ocurrir, y solo cesaba cuando llegaba a la casa familiar entre lloros, risas, besos y abrazos ... Si esa era la llegada, la salida era más discreta, casi oculta, en el mismo taxi en el que había llegado meses o semanas antes... Se iba sin decir adiós. La familia, la tierra, la nostalgia ..., todo se llevaba en el discreto silencio del corazón en el viaje de retorno. Algunos nunca regresaron, quedando dormidos para siempre en el lejano Caribe, soñando tal vez con las olas punteras ...

Durante años las Guaguas de Palazón tuvieron un serio competidor, los llamados "coches pirata". Generalmente se trataba de taxistas clandestinos, personas que tenía una "rubia" Peugeot o similar que se apostaban en los aledaños de la parada de la calle del Jardín e invitaban a los viajeros a llegar más rápido a la Punta, con paradas en Tejina y Bajamar.

-"¡A precio de guagua!", era el reclamo dicho a media voz.

Tenía que ser un negocio rentable, porque al poco aparecieron microbuses ("micros" se les llamaba) que hacían el mismo trayecto y por el mismo sistema, lo cual no dejaba de ser una clara manifestación de competencia desleal. Hasta que no estaban llenos del todo no partían Carretera de Tejina adelante hacia su destino marinero. La incipiente bonanza de los años sesenta terminaron con ellos, y la práctica ilegal, supongo. El servicio de guaguas mejoró y comenzaron a aparecer los primeros utilitarios en la incipiente clase media, y los coches piratas fueron desapareciendo hasta quedar solo en la memoria de unos pocos... 

jueves, 14 de julio de 2011

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA (1)

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA (1)

En una época en la que con apretar una tecla nos colocamos virtualmente en las antípodas, lo que voy a intentar relatar puede resultar casi increíble. Según me contaba Ángela Gutiérrez Barrios, nacida bajamarera y lagunera por querencia, su padre, el señor Bernabé, trabajó de joven en la apertura de la carratera hasta la Punta del Hidalgo. Antes solo había un camino de tierra, designado pomposamente como Camino Real que al parecer al llegar a la altura del El Lobo, en Bajamar, descendía hasta la costa y bordeaba el Arenal para dirigirse hasta uno de los extremos más desconocidos de la isla de Tenerife, a aquel lugar en el que habitó el mítico Zebensui.

Me contaba mi narradora lo que ella había escuchado a su vez de boca de su padre, sin que ella misma, que había nacido en 1908, lo hubiera visto con sus propios ojos. Más de un obrero se mató derriscándose por Las Barranqueras mientras se hacían aquellas vueltas y revueltas que carcaterizaron la carretera de la Punta hasta no hace mucho tiempo. Su madre, seña Laura, le llevaba a su padre en un hatillo el almuerzo y el yantar, palabra que aún se usaba para la comida del mediodía. Años duros en una economía de subsistencia.

Con la carretera llegó la civilización. ¿Llegó?. Eso sí, llegaron las primeras guaguas, que eran de madera, y con ellas las cosas de la ciudad: prensa, alimentos y el tráfico de las pescadoras que antes iban y venían caminando para vender su mercadería. Recuerdo alguna de aquella guaguas de madera en las que llegué a subirme para ir o regresar de la Punta. Renqueantes y sólidas a pesar de su aspecto, encaraban la Cuesta de San Bernabé apurando sus fuerzas hasta alcanzar la altura máxima del repecho como una anciana asmática. ¡Pero llegaban!

Las guaguas se estacionaban en La Laguna en la antigua calle del Jardín, llamada después de Anchieta por aquel lagunero lejano que fuera fundador de Sao Paulo. Pero esas son otras historias, más importantes y mejor contadas que estas menudencias mías por gente especializada en esos menesteres.

Mi abuelo había tenido dos coches en época anterior a la Guerra Civil, pero los vendió y se aficionó a la guagua como medio de transporte. Le gustaba porque en ella podía establecer convesación con sus vecinos de asiento, trabar amistades y conocer gente nueva. De paso veía el paisaje y analizaba como estaban los cultivos de la zona por donde pasaba,especialmente las viñas teguesteras. Le recuerdo entrando en una de ellas en la parada de Pepe el Abogado en la Hoya a las siete y media de la mañana. Se quitaba el sombrero y saludaba en voz alta a la concurrencia, que le correspondía con un saludo colectivo. Era la época en la que todavía la gente se miraba a la cara y respondía a los buenos días...

En la guagua, durante toda la temporada de verano, nos llegaba diariamente la leche de la finca de Los Baldíos, junto con frutas, algunas verduras de temporada y "La Prensa", pues era así como seguía llamando mi abuelo al ya entonces denominado "El Día", con su obligado cangrejo en la portada. Mi abuelo le dio siempre su nombre de periódico republicano, pienso que por su amistad de toda la vida con D. Leoncio Rodríguez, resistiéndose siempre a usar el nuevo nombre impuesto por las circunstancias. Y eso que mi abuelo había sido concejal dos veces por el Partido Liberal Monárquico que lideraba D. Beníto Pérez Armas. El periódico era esperado con ansia, se leía con fruición y se comentaban las noticias en corrillo. Algunos de aquellos artículos eran leídos en voz alta y todos, pequeños y mayores, guardábamos una actitud reverente hacia el lector o lectora, especialmente cuando se suscitaba alguna polémica entre alguno de los periodistas o colaboradores del diario. Nada que supusiera que la sangre llegara al río, pero en una época en la que la libertad de expresión no existía aquello sabía a pastillas.

En la Punta no había luz eléctrica, por lo que la radio no se escuchaba y había necesidad de noticias de lo que podríamos llamar sin exageración "el mundo exterior".Quizá esto sea dicho con toda propiedad, pues la Punta del Hidalgo constituía un microcosmos aparte del resto de la sociedad tinerfeña de la época, un espacio dormido en el tiempo y mecido por el sonido del Atlántico... 

domingo, 10 de julio de 2011

JUEGOS DE MAR (2)



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Punta del Hidalgo, 1962. En El Arenisco.
Fotografía de Carlos González Rojas. Archivo Carmen y Víctor Núñez

JUEGOS DE MAR (2)

Según crecíamos íbamos ganando en autonomía e independencia, hasta tal punto que nos dejaban ir solos a la marea. Libres de la tutela de los adultos campábamos a nuestras anchas por los alrededores del Arenisco. Después de las mareas fuertes, cuando la mar de fondo arroja las algas a la costa (musgo en puntero), las mañanas o las tardes pasaban a tener un aliciente complementario: el revolcarnos en él, corretear, organizar pequeñas batallas doradas con un profundo olor a mar, para después regresar a casa exhaustos y oliendo al penatrante aroma que provenía del fondo del Atlántico...

Un lugar adecuado para ello era la Cueva Mejía, hoy desaparecida bajo el cemento del paseo marítimo junto con su casi gemela, la Cueva del Burro. Allí nos reuníamos unos cuantos, veraneantes y punteros, para llevar a cabo una batalla incruenta entre risas y empujones.

Aprendimos a pescar, a preparar las cañas y a colocar los azuelos en la "tansa" que comprábamos en la venta de Natalio; sabíamos donde estaban las lombrices más gordas, y supimos"curarlas" con tierra fina de la bajada al Arenisco. La verdad es que no pescábamos gran cosa, pues no nos aventurábamos más allá de los charcos de la orilla, pero en una época en la que todavía abundaban pejes verdes, alguna vicuda, palometas, fulas y los temidos roscacios, que iban a parar a los pequeños baldes de plástico. Cuando no había de eso nos conformábamos con los cabocios que pululaban en los charcos. Las viejas y otras especies mayores eran para gente adulta y curtida en la pesca de orilla, como Miguel el del Espigón y Eulogio el de la Máquina ...

Nuestra magra pesca la regalábamos a los gatos de Francisca la de Eleuterio, que se arremolinaban curiosos y golosos cuando regresábamos de nuestras aventuras pesqueras por los alrededores del Arenisco y el Charco Redondo. Alguna que otra vez pescamos con pandorga, escanchando previamente los erizos de mar.

Algo que nunca olvidaré es la sopa que hacía con ellos  Lele, en la que se mezclaban el intenso sabor a mar con del humo de cuando fueron asados para preparar el caldo.

Con los chicos de la Hoya Baja aprendimos a hacer barcos de latón, aprovechando las latas vacías de gasolina o aceite que siempre habían por el Puertito. A todos nos causaba envidia el barco que tenía Estebita, en el que cabia perfectamente y en el que se desplazaba por los aledaños del Roquete y del Puertito, con el consiguente resquemor de los que solo teníamos un pequeño barco que apenas medía dos palmos y se hundía cada dos por tres.

Dos veces durante el verano se hacían excursiones a dos lugares concretos: Las Furnias y el Arenal. La mejor de todas era esa última, porque al ser más lejos se preparaba con esmero. A lo largo de la costa se formaba una hilera de porteadoras, niños, adolecentes, mozalbetes y madres llenas de advertencias y amenazas ante lo traicionero de las corrientes de la playa. Con el paso de los años y la experiencia aprendimos a reconocer las corrientes, junto con las advertencias de los mayores: "Si te ves apurado deja que te lleve ..., acabarás en la máquina del Lobo..."

Llegar ya era una juerga, bañarse y dejarse revolcar por las olas en una playa de arena, otra. Y después la merienda, que se llevaba en cestones de mimbre y se repartía entre todos, presumiendo cada casa de su especialidad. Un lujo sencillo para una puesta de Sol.

El regreso resultaba cansino, agotados como estábamos por el exceso de ejercicio y la digestión. Era más silencioso,  con menos bullicio, pudiéndose escuchar entonces la voz que cantaba coplas con letras marineras:

"Con el rial de la noche
y el calor de la mañana
salen los barcos del puerto
y amanecen en la Habana"

O aquella otra que dice:

"Triste es la noche en la  mar,
triste es la noche sin luna,
pero más triste es amar
sin esperanza ninguna"

  
   Coplas viejas que ya nadie conoce ni canta.