Todo en la vida tiene su prehistoria. Como he dicho, la Punta era un lugar lejano, de difícil acceso y poco conocido. La gente llegaba si acaso hasta Bajamar, pero no se aventuraban a ir mucho más allá. Tal era el caso de la familia de mi abuela materna, que veraneaba desde principios del siglo XX en Bajamar y tenían una casa en propiedad frente a la iglesita del Gran Poder, en la esquina que da a la plaza. Pero eso no ocurría con la familia de mi abuelo paterno, aunque sí veraneaban en Bajamar, pero en casa de alquiler. Fue el caso de mi bisabuelo, Víctor Núñez Alonso, que en la primavera del año 1899 se desplazó a Bajamar a caballo para contratar una casa donde pasar el verano. Al llegar, sudoroso y sin pensárselo dos veces, se dió un baño en el Charco Redondo, que está al lado de Mariane. No lo confundamos con el charco del mismo nombre que hubo en la Punta.
Ese baño ansiado después de cabalgar desde La Laguna le costó la vida, pues falleció días después como consecuencia de una pulmonía. Habrían de pasar veintinueve años para que la familia de mi abuelo paterno retomara el gusto por el mar y volviera a la zona, pero en ese momento no ya a Bajamar sino a la Punta del Hidalgo. La llegada de la familia a la Punta fue por prescripción médica, cosa que ocurrió también con la familia de mi madre, y también en la Punta. La hermana menor de mi padre, siendo ya muy niña, se veía afectada por intensos ataques de asma, por lo que el médico D. Anatael Cabrera, le recomendó a mis abuelos que buscaran un sitio de costa para que mejorara su salud, huyendo de las humedades de La Laguna. Y a la Punta fueron en 1921, alquilando una casa en la Hoya Baja.
La mejoría de la niña fue palpable, hasta tal punto que mis abuelos decidieron comprar un solar y edificar una casa. La casa de mi abuelo fue la primera que hizo un veraneante en la Punta, hasta que tiempo después fueron llegando otras familias de La Laguna y Santa Cruz ante la bonanza del clima. Cuando digo casa de veraneo entiendo esa expresión tal y como lo hacían ellos en aquella época, muy lejos de nuestro concepto de vacaciones, pues las estancias en verano comprendían entre el mes de junio al mes de septiembre, cuando era inevitable regresar a la ciudad para poder participar en las Fiestas del Cristo. Pero el tiempo pasado en la Punta no se limitaba al verano, pues en muchas ocasiones pasaban también allí la Navidad y la Semana Santa.
La búsqueda y hallazgo de la salud fue una muy buena excusa para entablar una relación de afecto con un lugar y unas gentes que ya dura cuatro generaciones. Algo parecido ocurrió con familias como las de mi tía abuela Enriqueta Núñez y su esposo Eugenio Martín, D. Elías González, la familia Ramos Falcón, D. Carlos Nóbrega, los Ribot, los Cambreleng. Más tarde se unieron los Buenafuente Alonso, de la Cruz Chauvet, los Melo, los Bravo de Laguna, D. Basilio Francés y familia, el profesor D. Francisco García Fajardo y hermanas, las señoritas de Pinto, los Rull,... Dejo para el final a mi abuela materna, Bárbara Hernández Curbelo, que llegó tambíen a la Punta como consecuencia de una recomendación médica, pues su único hijo varón, siendo muy niño, también necesitó de los aires salutíferos de la costa para superar una grave enfermedad. De esos largos veraneos surgieron noviazgos y matrimonios, como fue el caso de mis padres.
En la Punta se establecieron lazos de amistad con algunas familias de la localidad que aún perduran entre sus descendientes, como es el caso de D. Felipe y Dña. Eleodora, con D. Celestino Ramos y esposa Dña. Juana, o con D. Sebastián Ramos,... Tiempo habrá, espero, de escribir sobre estas magníficas personas.
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