El autor de éste artículo, que nunca publicó, fue Víctor Núñez Izquierdo (1918-1984). Fecha aproximada de su redacción: 1970. Está dedicado a una de aquellas viejas casas punteras, canarias, que fueron abandonadas y murieron en aras de una mala entendida modernidad.
Sí, fue un día cualquiera. ¿Cuántos años han transcurrido desde nuestro primer encuentro? Quizá sean tantos que no convenga recordarlos. Lo que sí cuenta, después de ese conocimiento nuestro, es haber permanecido saludándonos algunos años, cada mañana, en aquellas tempranas horas del estío, o algunas tardes, cuando la fresca brisa de la hondonada de Las Casas Bajas conducía el frescor de los barrancos muertos al pie de Los Dos Hermanos.
Recordemos, como primerizos pretendientes, los primeros momentos, los incipientes instantes de nuestras miradas en silencio. Yo por el camino, tú junto a él, recatada tras los visillos verdes de tu parral, adornada con los rojos geranios y los ocres claros de las plantas y hierbas del invierno. Mi caminar, después de la última curva, se hacía lento, reposado. En la distancia fuiste siempre mi primera mirada. Mirada distraída, pero directa a tu lugar. Entonces me resultaste protegida en el regazo fuerte del montañoso fondo de Anaga, porque tú, con tu blancura de cal sobre piel arrugada, con tu latones entrecruzados en forma de española peineta, donde más tarde el parral renacía en cada verano salitroso de esa vieja Punta del Hidalgo. Eras portadora de una estampa, de una vieja estampa de nuestro campo, marcando época, portadora de otras miradas que guardarías con celo. Puede que algún piropo y, por qué no, de algún beso enviado desde el camino por quién sabe qué señor que, rumbo a la plazoleta del tranquilo San Mateo, pasara con el pensamiento puesto en unos versos, para hacer más tarde un paseo hasta Las Delicias, entre el croar de las ranas y el vuelo de las gaviotas que, en la lejanía, marchaban aparejadas a sus nidales de Los Roques.
La historia, tu historia, principalmente, pudo ser abundante, porque frente a tí un viejo lagar isleño había permanecido. Viejos y cansinos camellos rondaron, tiempo ha, tu lugar y, desde tu mirador escondido, sabías de azúcares y de cañas, de cebollino de intenso olor y de rojos tomates que verrugaban las huertas de las laderas.
Qué podría seguir diciendo cuando, ahora, al asomarme a tu paisaje, no alcance a ver tu viejo tejado, que en tí constituía toda cualidad; tocado que perdiste, sin que el viento de las borrascas del invierno se atreviera a dañarlo. Esa bella estampa de ayer que jamás podrá ser sustituída. Mi decepción fue grande: Ni parral, ni tejado de coloreado aspecto, sin las flores de antaño y con las paredes desprovistas de la cal renovadora que siempre rejuvenecía. Todo se perdió..., la puerta verde, el patio empedrado con la destiladera esquinada, la ventanita que mirara al azul del mar, la peineta de frágiles varillas de aceviños, las viejas paredes elevadas por recias manos de marinos. Hoy, en tu lugar, hay una casa vieja con intenciones renovadoras. Todo es distinto, también más feo, adulterado. Puede que las hierbas de color ocre aún estén, puede que algún día la cal pretenda un milagro leve, pero...¿y tu tocado? ¿y el verde parral tras el que, en días de verano, mirabas al camino? Yo solo se que al cruzar por tu solar solamente oí el susurro del agua que en la lejanía se perdía, quizá rumbo a un lejano sitio donde aún se oyen de las ranas su leve croar.
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