En los años cincuenta y comienzos de los sesenta los domingos y fiestas de guardar se cumplían escrupulosamente, al menos externamente, y especialmente como expresión de un acto social, aunque sin duda había personas que guardaban las festividades religiosas con un profundo sentido espiritual. Con la llegada de otros aires la cosa se fue relajando hasta llegar a nuestros días, en los que la religión mayoritaria del país se ha convertido más en un fenómeno de expresión sociológica que tiene más que ver con momentos puntuales de la vida que como expresión de una fe madura. Pero ese es un asunto que se nos escapa del contenido de éste blog.
Cada lugar de la isla ha tenido en el tiempo un edificio dedicado al culto religioso católico romano, la Punta del Hidalgo no podía ser menos. Al final de la carretera, en el lugar desde donde se aprecia mejor la majestuosidad de los Dos Hermanos, estuvo situada la primer ermita del lugar. Yo conservo en mi mente y de forma difusa la presencia del pequeño edificio en estado ruinoso, con un poyo exterior en donde me sentaba cuando iba a caminar con mi padre. Por los agujeros que el abandono destructivo iba abriendo en la puerta de acceso me gustaba curiosear en medio de aquel vacío desolador. A través de Ángela Gutiérrez Barrios y de mi padre me llegó la noticia de que antes de la Guerra Civil allí se celebraba en víspera del Día de Reyes una representación de la adoración de los Magos de Oriente, con estrella de papel que se hacía deslizar desde la entrada hasta el altar y que iba iluminada por una vela. Ignoro si alguien recogió alguna vez el texto de aquella obra de teatro piadoso.
La ermita, en estado ruinoso, fue sustituida por una escuela pública, hecha según el modelo anodino y nada imaginativo de la posguerra y que se repetía en todos los pueblos, siendo finalmente derribada y quedando en su lugar la plaza presidida por una escultura del gran cantador de la tierra puntera, Sebastián Ramos.
Con el tiempo se construyó el actual templo parroquial, que fue inaugurado por el obispo Fray Albino en el año 1948. El edificio es amplio, aunque en su diseño neo-románico no se tuvo en cuenta para nada el clima del lugar, siendo uno de los sitios más sofocantes que recuerde.
Toscalito arriba íbamos endomingados, con las sandalias convenientemente blanqueadas con un producto que se daba a pincel y cuyo nombre no recuerdo, y quizá un poco de fijador Lucky para dominar los estragos que el agua salada iba haciendo en el pelo durante el verano. La tierra blanquecina del Toscalito se nos iba filtrando en las sandalias de manera inevitable, y cuando llegábamos a la iglesia sudorosos y sin resuello, los pies estaban bañados por una mezcla de sudor y aquella especie de gofio mineral. Con todo, formalitos y callados, aguantábamos estoicamente aquellas interminables misas preconciliares en latín. Según avanzaba la liturgia el calor, y no el espiritual precisamente, iba en aumento, sin ningún resquicio para que entrara una bocanada de aire fresco en el templo abarrotado. Entonces ocurría un fenómeno casi mágico y la nave del templo se convertía en una especie de mar florecido, pues tal era el aspecto que tenía cuando se abrían los abanicos de las mujeres casi al unísono. Era ese el momento en que mis ojos divagaban por los adornos del altar mayor, que para mí tenían una extraña reminiscencia egipcia. Nunca he logrado entender por qué está rematado por dos jarrones dorados con sendas bolas de cristal blanco.
Para los más pequeños constituía un motivo de envidia la libertad que tenían los chicos y chicas que eran mayores que nosotros y que ocupaban casi siempre , sin permiso del párroco, el coro. Allí, con una aparente discreción y sin mucho convencimiento trataban de seguir la liturgia, para desespero del oficiante. La cosa se complicaba cuando alguien decía cualquier tontería y les entraba la contagiosa risa floja. Más de una vez el sufrido párroco tuvo que volverse para llamarles la atención, hasta que un buen día cerró el acceso al coro y acabó con aquel rato de disfrute colectivo. Y ello fue para desconsuelo nuestro, que estábamos a punto de poder ocupar aquel sitio divertido y privilegiado.
La salida era para la gente mayor el momento de intercambio de saludos, recetas de cocina y organizar encuentros para la semana, lo que constituía una desesperación para aquellos que teníamos que recibir la aprobación materna para ir a la marea, que era lo que nos interesaba. Una vez realizados esos intercambios sociales salíamos escopetados Toscalito abajo para ir al Roquete o al Arenisco antes que la mar se marchara. Porque tal era la ansiedad que teníamos que nos daba la sensación de que el agua se iba a terminar de un momento a otro. Pero la mar sigue allí, donde entonces estaba y donde siempre estará.
Fotografía: a la izquierda, Concha González Falcón; a la derecha, Carmen Izquierdo Rodríguez. "A misa del Carmen". C. 1931. Archivo de Carmen y Víctor Núñez
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