Atardecer

Atardecer
Septiembre 2009

lunes, 8 de agosto de 2011

JUEGOS EN TIERRA (1)


Posted by PicasaJUEGOS EN TIERRA (1)

En grupo en el patio de la casa de la familia De la Cruz Betancor. Presididos por Dña. Julia Betancor. 1958

Decía Aristóteles que "la mayoría de los juegos de la infancia deberían ser imitaciones de las ocupaciones serias de la edad futura". No se si el ilustre filósofo tenía razón, parte de razón o simplemente es un majadero antiguo. Probablemente las tres cosas a la vez, porque pretender que las actividades lúdicas de la niñez sean solo una especie de escuela de aprendizaje para la edad adulta es, sin lugar a dudas, una majadería.

Durante la niñez en la Punta del Hidalgo es bien cierto que aprendimos cosas propias de adultos y que han quedado en todos los que participamos en ellas, como era saber colocar los anzuelos en la "tansa", conocer donde estaban las lombrices mejores y curarlas con la tierra adecuada, cómo usar los erizos para pescar con  pandorga, reconocer las diferentes clases de pejes ... Pero ello no tenía la carga de la responsabilidad adulta ni por asomo, pues se hacía por imitación y como parte del mismo juego.

Todavía en aquella época las niñas punteras jugaban a la rueda y cantaban canciones heredadas de sus madres y abuelas, entre ellas "Jardinera", tal y como nos relata María Rosa Alonso en su libro sobre la Punta del Hidalgo en un pasaje en el que refiere a unos veinte o treinta años antes de que yo la escuchara. En otras versiones la canción está en masculino y al parecer, y según Gerard Brenan, la letra está inspirada en un romance de "amor y guerra" del siglo XIV. ¡Nada menos! Aunque su música se corresponde a la también canción infantil de corro "Dónde vas Alfonso XII".

 También, ¡como no!, "La Chata virigüela" o "birigüela", canción común que también se cantaba o canta en otras islas y cuyo origen más remoto está en la península. En su versión inicial la canción recibe el título de la "Chata Merenguela". Es muy curioso el título de esta canción infantil, pues al parecer se refiere en su origen nada menos que a Doña Berenguela, la reina que fuera esposa de Alfonso IX de León y madre de Fernando III, llamado el Santo. De "reina" pasó a "chata", de Berenguela a "Merenguela", y en Canarias se terminó convirtiendo en "virigüela", ¡que vaya usted a saber lo que significa! ¡Eso es evolucionar! Las niñas se reunían en la explanada de cemento que estaba frente a la venta de Natalio al anochecer y cantaban en corro esa y otras, entre las que se encontraba "¡Oh, viejo moro, ¿por qué no te has casado como los demás?...". Esa explanada de cemento era conocida por la gente mayor como "el piso don Alfredo", tal como lo escribo, ignorando por mi parte quién fue don Alfredo, aunque intuyo que alguien que se sacó las perras del bolsillo para adencentar con cemento aquella zona.

Una de las cuestiones más peliagudas que teníamos que resolver en aquellos veraneos era a qué dedicar las tardes. ¡Gran preocupación! Ni que decir tiene que después de comer no nos dejaban salir debido al solajero, por lo que el tiempo lo dedicábamos a leer "colorines", que es en canario lo que los "tebeos" de Cádiz para arriba. Por allí estaban "Pulgarcito", "La Pequeña Lulú", que venía de Méjico junto con aquellas relamidas  "Vidas ejemplares" que había en la Biblioteca del Colegio Nava, "El Capitán Trueno" y más tarde "Hazañas bélicas". Pero claro, duraban poco y eran repetitivas, salvo que alguien trajera de la Librería "El Águila" alguna novedad.

En realidad lo que nosotros deseábamos era salir corriendo de nuestras respectivas casas para ir a jugar. Al final lo conseguíamos después de arduas negociaciones y advertencias previas, y sombrero de paja en ristre o gorra de loneta salíamos de estampida al encuentro de los amigos. La cosa era reunirse en algún lugar concreto, como era el caso de "el banquito", al lado de la escuela de Doña Sebastiana, pero que a esa hora era un proyecto imposible porque ardía como el horno donde fueron metidos los compañeros del profeta Daniel. Así que terminábamos recalando en el patio del señor Felipe, a la fresca sombra del árbol del Paraíso.

¡Cuánto nos aguantaron aquellos venerables ancianos! ¡Y sus hijas Lele y Lala! El banco del patio nos servía de base de operaciones para hacer incursiones diversas: hacer guerras de indios "allá enfrente", que en este caso era el lado opuesto de la finca. A veces robábamos piñas de millo y las asábamos, otras recogíamos los tallos secos de los cebollinos y los convertíamos en apestosos cigarros de "matalauva" que nos quemaban el gaznate, y alguna que otra vez nos dividimos en bandos, a imitación de alguna de las peliculas que vimos en los domingos, acabando la "escena" a pedrada limpia para salvar las diferencias entre "buenos" y "malos". Eso no impedía que al día siguiente bajáramos todos juntos al Arenisco y siguiéramos siendo tan amigos como antes de la batalla.

lunes, 1 de agosto de 2011

IN MEMORIAM. MARÍA ROSA ALONSO


Posted by PicasaCarmen Núñez Izquierdo (izqda.) y María Rosa Alonso Rodríguez (dcha .). Fotografía de Carlos González Rojas (década de los 40). Punta del Hidalgo. Archivo de Carmen y Víctor Núñez Garcia.

IN MEMORIAM- MARÍA ROSA ALONSO

Uno de los mayores tesoros de la existencia humana es el poder llegar a conocer y a tratar a seres excepcionales. La excepción en esas personas puede venir a través de diferentes vías y manifestarse de formas muy distintas. La persona que me ocupa es una de ellas, y su forma excepcional de vida la forjó a través del uso de la razón, del desarrollo de la comprensión intelectual del mundo, de la libertad de pensamiento, más allá de la estrechez mental externa e impuesta en la que se vio obligada a vivir  durante una etapa muy importante de su vida.  María Rosa Alonso fue una extraña que desafió a un mundo y a una época en donde primaba el asentimiento a la indigencia intelectual.

La relación de nuestra familia con con la suya venía de lejos, pues existía un grado de parentesco a través de su madre, a la que mi padre y mis tíos llamaban familiarmente tía Rosa. La tía Rosa era hija de Gaspara Núñez, hermana de mi tatarabuelo Gregorio Núñez Valladares, y había llegado desde su Tacoronte natal a La Laguna para estudiar magisterio, alojándose durante ese tiempo de estudios en la casa de mi bisabuela María Fuentes y Medina, viuda ya entonces de mi bisabuelo, Víctor Núñez Alonso. Estoy hablando, claro está, de finales del siglo XIX.

María Rosa Alonso fue otra de las personas que se hicieron punteras de corazón, aún antes de la Guerra Civil que tantos sinsabores le causaron y que marcó de forma dramática su vida y la de su familia más directa. Vivió la Guerra, y lo que vino después, con una dignidad sobria, sin doblegarse ni hacer concesiones. Por eso mismo, y porque su alma era la de un ser humano libre, tuvo que marchar como tantos otros a la tierra provisoria del otro lado del Atlántico.

Pero en estas breves líneas yo no quisiera detenerme en su figura pública, bastante conocida a partir de su centenario, sino en algunos aspectos y recuerdos que guardo de ella a través de mi infancia y juventud.

Para mi familia la persona de María Rosa era casi un mito. Se hablaba con frecuencia de ella desde la admiración y el respeto a través de su altura intelectual y humana. Dentro de ese marco crecí y tuve el privilegio de conocerla. Es obvio que mis vivencias en torno a su persona son limitadas, teniendo encuenta la diferencia generacional y que solo de vez en cuando pasaba algunas semanas con su hermana Nieves, a veces coincidiendo con el veraneo puntero.

Una tarde de agosto, no recuerdo el año, se presentó en casa de mi abuelo para saludarlo. Tuve el privilegio de asistir a un encuentro memorable en el que se habló mucho del pasado, de los viejos tiempos, de coplas olvidadas, de vinos primorosos, del parentesco lejano ... En algún lugar, sepultado probablemente por los muchos legajos, recortes y apuntes que tengo en mi biblioteca, sobreviven unas anotaciones manuscritas por María Rosa con su proverbial tinta verde y en la que describió, junto con mi abuelo, el grado de parentesco que tenían.

Conservo con cariño y aprecio dos libros que me dedicó, uno en el año 68, y la segunda edición de "Un rincón tinerfeño- Punta del Hidalgo". "... un librito lleno de recuerdos de tantos Núñez queridos por mí, y otros amigos que todos se han ido antes que yo", como reza la dedicatoria. De las bibliotecas de mi padre y de mi tía Carmen conservamos primeras ediciones de todos sus libros, recortes de periódicos con artículos y una gran cantidad de cartas manuscritas de carácter personal en las que pone de manifiesto su personalidad más cercana y familiar.

En esas cartas, especialmente en la amplia correspondencia mantenida desde Venezuela con mi tía Carmen, hay un extenso abanico de cosas, que van desde lo cotidiano a la descripción de ciertos aspecto de su trabajo como profesora e investigadora.

En el breve relato que culmina su libro sobre Punta del Hidalgo coloca en boca del notario Don Miguel Cullen una frase que puede resumir el sentimiento de su partida y que justifican estas breves líneas de homenaje: "que venga a mi espíritu la más entusiasmada evocación de un tiempo que se fue para nunca volver, como no sea en nuestro propio corazón"

viernes, 15 de julio de 2011

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA


Posted by PicasaMi abuelo, Víctor Núñez Fuentes, en la terraza de la Punta.
    Autor de la fotografía: Víctor Nuñez García

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA (2)

Para ir "de quedada", que así se decía cuando comenzaba el veraneo oficialmente, se iba en taxi. Mi abuelo se adelantaba a mis padres en unos días, y mi hermana y yo marchábamos con él en el taxi de José Santana. Este taxista había sido chofer de mi abuelo durante años, y después de que mi abuelo vendiera el último automóvil que tuvo, José se sacó la licencia de taxista y lo fue de la parada de La Concepción durante el resto de su vida laboral. José Santana era un hombre orondo, calvo y afable, con una risa característica y muy propia de él. Sus ojos se achinaban cuando reía y su calva relucía más lustrosa en esas frecuentes ocasiones.

José Santana siempre estaba dispuesto a llevar a mi abuelo a cualquier parte, fuera a dar la vuelta a la isla, cosa que hacía dos veces al año pernoctando en Icod y en Granadilla, o para ir a la Punta o a Los Baldíos. Por otra parte, era el únco taxista capaz de aguantar las impertinencias del perro de mi abuelo, el Jolie (léase Yolí), un antipático can que solo hacía migas con su amo y con Ángela. El resto del mundo para él solo eran objetos para morder.

Los preparativos para irse una temporada a la Punta era divertidos, de auténtica película de cine mudo. Se empaquetaban las cosas más dispares, y junto a los efectos personales se llevaban garrafones de vino blanco y tinto, vinagre, papas, cebollas y cosas por el estilo, amén de un par de manojos de tollos recién comprados en la pescadería de Alfonsito y que olían a rayos. Cuando el taxi estaba colmado de artilugios y paquetes diversos comenzaba la maniobra de meter al perro en el coche, a lo que se resisitía como un  condenado a muerte. Pese a la advertencia de no darle de comer siempre le daban algo, y antes de llegar a la esquina de las Máquinas Singer (que era el nombre como se conocía popularmente en La Laguna a la esquina entre las calles Herradores y San Juan), ya el perro se había vomitado ...

Pero antes de que eso sucediera mi abuelo, que no participaba en nada de aquel trajín y cuando ya todo estaba acomodado en el coche, aparecía con su viejo maletín de viaje de principios de siglo y saludaba con cortesía a viandantes y conocidos descubriéndose la cabeza y anunciando su partida a la Punta del Hidalgo. Sinceramente, todo aquello nos causaba risa y lo pasábamos en grande, a pesar del dichoso perro y de ir medio sepultados por los bultos del veraneo.

Porque esa es otra cosa: no se trataba de pasar unas vacaciones o un fin de semana, conceptos que no se utilizaban, sino de ir de veraneo, es decir, de pasar todo el verano en la Punta del Hidalgo.

La entrada para llegara la casa era casi "triunfal", Toscalito abajo. El camino era por aquel entonces de piedras, tosca y tierra, empinadísimo aunque corto en trayectoria y polvoriento a más no poder. El taxi acababa como recién salido de la batalla de El Alamein, referencia que tomábamos, claro está, de las películas entrecortadas que veíamos en el cine puntero los domingos por la tarde. Después había que descargar todo aquello, pero eso era un asunto que no entraba en nuestras competencias. Simplemente salíamos de estampida al Arenisco a darnos el primer baño del verano ...

En la Punta, al menos en la Hoya, solo había dos taxis en activo, el de Natalio Gutiérrez y el de Juan Ramos, que además los usaban para surtir de mercaderías sus respectivas ventas. Ambos fueron personas muy activas y creativas para los negocios, lo que hoy se denomina emprendedores.

Un punto y aparte merece lo que podríamos llamar "la llegada del indiano", que en aquella época no emigraban a Cuba sino a Venezuela. Solía llegar en taxi y por sorpresa. El taxi comenzaba a tocar la pita de manera insistente desde que llegaba a la altura de Sabanda, por lo que se sabía que algo extraordinario iba a ocurrir, y solo cesaba cuando llegaba a la casa familiar entre lloros, risas, besos y abrazos ... Si esa era la llegada, la salida era más discreta, casi oculta, en el mismo taxi en el que había llegado meses o semanas antes... Se iba sin decir adiós. La familia, la tierra, la nostalgia ..., todo se llevaba en el discreto silencio del corazón en el viaje de retorno. Algunos nunca regresaron, quedando dormidos para siempre en el lejano Caribe, soñando tal vez con las olas punteras ...

Durante años las Guaguas de Palazón tuvieron un serio competidor, los llamados "coches pirata". Generalmente se trataba de taxistas clandestinos, personas que tenía una "rubia" Peugeot o similar que se apostaban en los aledaños de la parada de la calle del Jardín e invitaban a los viajeros a llegar más rápido a la Punta, con paradas en Tejina y Bajamar.

-"¡A precio de guagua!", era el reclamo dicho a media voz.

Tenía que ser un negocio rentable, porque al poco aparecieron microbuses ("micros" se les llamaba) que hacían el mismo trayecto y por el mismo sistema, lo cual no dejaba de ser una clara manifestación de competencia desleal. Hasta que no estaban llenos del todo no partían Carretera de Tejina adelante hacia su destino marinero. La incipiente bonanza de los años sesenta terminaron con ellos, y la práctica ilegal, supongo. El servicio de guaguas mejoró y comenzaron a aparecer los primeros utilitarios en la incipiente clase media, y los coches piratas fueron desapareciendo hasta quedar solo en la memoria de unos pocos... 

jueves, 14 de julio de 2011

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA (1)

GUAGUAS, TAXIS Y COCHES PIRATA (1)

En una época en la que con apretar una tecla nos colocamos virtualmente en las antípodas, lo que voy a intentar relatar puede resultar casi increíble. Según me contaba Ángela Gutiérrez Barrios, nacida bajamarera y lagunera por querencia, su padre, el señor Bernabé, trabajó de joven en la apertura de la carratera hasta la Punta del Hidalgo. Antes solo había un camino de tierra, designado pomposamente como Camino Real que al parecer al llegar a la altura del El Lobo, en Bajamar, descendía hasta la costa y bordeaba el Arenal para dirigirse hasta uno de los extremos más desconocidos de la isla de Tenerife, a aquel lugar en el que habitó el mítico Zebensui.

Me contaba mi narradora lo que ella había escuchado a su vez de boca de su padre, sin que ella misma, que había nacido en 1908, lo hubiera visto con sus propios ojos. Más de un obrero se mató derriscándose por Las Barranqueras mientras se hacían aquellas vueltas y revueltas que carcaterizaron la carretera de la Punta hasta no hace mucho tiempo. Su madre, seña Laura, le llevaba a su padre en un hatillo el almuerzo y el yantar, palabra que aún se usaba para la comida del mediodía. Años duros en una economía de subsistencia.

Con la carretera llegó la civilización. ¿Llegó?. Eso sí, llegaron las primeras guaguas, que eran de madera, y con ellas las cosas de la ciudad: prensa, alimentos y el tráfico de las pescadoras que antes iban y venían caminando para vender su mercadería. Recuerdo alguna de aquella guaguas de madera en las que llegué a subirme para ir o regresar de la Punta. Renqueantes y sólidas a pesar de su aspecto, encaraban la Cuesta de San Bernabé apurando sus fuerzas hasta alcanzar la altura máxima del repecho como una anciana asmática. ¡Pero llegaban!

Las guaguas se estacionaban en La Laguna en la antigua calle del Jardín, llamada después de Anchieta por aquel lagunero lejano que fuera fundador de Sao Paulo. Pero esas son otras historias, más importantes y mejor contadas que estas menudencias mías por gente especializada en esos menesteres.

Mi abuelo había tenido dos coches en época anterior a la Guerra Civil, pero los vendió y se aficionó a la guagua como medio de transporte. Le gustaba porque en ella podía establecer convesación con sus vecinos de asiento, trabar amistades y conocer gente nueva. De paso veía el paisaje y analizaba como estaban los cultivos de la zona por donde pasaba,especialmente las viñas teguesteras. Le recuerdo entrando en una de ellas en la parada de Pepe el Abogado en la Hoya a las siete y media de la mañana. Se quitaba el sombrero y saludaba en voz alta a la concurrencia, que le correspondía con un saludo colectivo. Era la época en la que todavía la gente se miraba a la cara y respondía a los buenos días...

En la guagua, durante toda la temporada de verano, nos llegaba diariamente la leche de la finca de Los Baldíos, junto con frutas, algunas verduras de temporada y "La Prensa", pues era así como seguía llamando mi abuelo al ya entonces denominado "El Día", con su obligado cangrejo en la portada. Mi abuelo le dio siempre su nombre de periódico republicano, pienso que por su amistad de toda la vida con D. Leoncio Rodríguez, resistiéndose siempre a usar el nuevo nombre impuesto por las circunstancias. Y eso que mi abuelo había sido concejal dos veces por el Partido Liberal Monárquico que lideraba D. Beníto Pérez Armas. El periódico era esperado con ansia, se leía con fruición y se comentaban las noticias en corrillo. Algunos de aquellos artículos eran leídos en voz alta y todos, pequeños y mayores, guardábamos una actitud reverente hacia el lector o lectora, especialmente cuando se suscitaba alguna polémica entre alguno de los periodistas o colaboradores del diario. Nada que supusiera que la sangre llegara al río, pero en una época en la que la libertad de expresión no existía aquello sabía a pastillas.

En la Punta no había luz eléctrica, por lo que la radio no se escuchaba y había necesidad de noticias de lo que podríamos llamar sin exageración "el mundo exterior".Quizá esto sea dicho con toda propiedad, pues la Punta del Hidalgo constituía un microcosmos aparte del resto de la sociedad tinerfeña de la época, un espacio dormido en el tiempo y mecido por el sonido del Atlántico... 

domingo, 10 de julio de 2011

JUEGOS DE MAR (2)



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Punta del Hidalgo, 1962. En El Arenisco.
Fotografía de Carlos González Rojas. Archivo Carmen y Víctor Núñez

JUEGOS DE MAR (2)

Según crecíamos íbamos ganando en autonomía e independencia, hasta tal punto que nos dejaban ir solos a la marea. Libres de la tutela de los adultos campábamos a nuestras anchas por los alrededores del Arenisco. Después de las mareas fuertes, cuando la mar de fondo arroja las algas a la costa (musgo en puntero), las mañanas o las tardes pasaban a tener un aliciente complementario: el revolcarnos en él, corretear, organizar pequeñas batallas doradas con un profundo olor a mar, para después regresar a casa exhaustos y oliendo al penatrante aroma que provenía del fondo del Atlántico...

Un lugar adecuado para ello era la Cueva Mejía, hoy desaparecida bajo el cemento del paseo marítimo junto con su casi gemela, la Cueva del Burro. Allí nos reuníamos unos cuantos, veraneantes y punteros, para llevar a cabo una batalla incruenta entre risas y empujones.

Aprendimos a pescar, a preparar las cañas y a colocar los azuelos en la "tansa" que comprábamos en la venta de Natalio; sabíamos donde estaban las lombrices más gordas, y supimos"curarlas" con tierra fina de la bajada al Arenisco. La verdad es que no pescábamos gran cosa, pues no nos aventurábamos más allá de los charcos de la orilla, pero en una época en la que todavía abundaban pejes verdes, alguna vicuda, palometas, fulas y los temidos roscacios, que iban a parar a los pequeños baldes de plástico. Cuando no había de eso nos conformábamos con los cabocios que pululaban en los charcos. Las viejas y otras especies mayores eran para gente adulta y curtida en la pesca de orilla, como Miguel el del Espigón y Eulogio el de la Máquina ...

Nuestra magra pesca la regalábamos a los gatos de Francisca la de Eleuterio, que se arremolinaban curiosos y golosos cuando regresábamos de nuestras aventuras pesqueras por los alrededores del Arenisco y el Charco Redondo. Alguna que otra vez pescamos con pandorga, escanchando previamente los erizos de mar.

Algo que nunca olvidaré es la sopa que hacía con ellos  Lele, en la que se mezclaban el intenso sabor a mar con del humo de cuando fueron asados para preparar el caldo.

Con los chicos de la Hoya Baja aprendimos a hacer barcos de latón, aprovechando las latas vacías de gasolina o aceite que siempre habían por el Puertito. A todos nos causaba envidia el barco que tenía Estebita, en el que cabia perfectamente y en el que se desplazaba por los aledaños del Roquete y del Puertito, con el consiguente resquemor de los que solo teníamos un pequeño barco que apenas medía dos palmos y se hundía cada dos por tres.

Dos veces durante el verano se hacían excursiones a dos lugares concretos: Las Furnias y el Arenal. La mejor de todas era esa última, porque al ser más lejos se preparaba con esmero. A lo largo de la costa se formaba una hilera de porteadoras, niños, adolecentes, mozalbetes y madres llenas de advertencias y amenazas ante lo traicionero de las corrientes de la playa. Con el paso de los años y la experiencia aprendimos a reconocer las corrientes, junto con las advertencias de los mayores: "Si te ves apurado deja que te lleve ..., acabarás en la máquina del Lobo..."

Llegar ya era una juerga, bañarse y dejarse revolcar por las olas en una playa de arena, otra. Y después la merienda, que se llevaba en cestones de mimbre y se repartía entre todos, presumiendo cada casa de su especialidad. Un lujo sencillo para una puesta de Sol.

El regreso resultaba cansino, agotados como estábamos por el exceso de ejercicio y la digestión. Era más silencioso,  con menos bullicio, pudiéndose escuchar entonces la voz que cantaba coplas con letras marineras:

"Con el rial de la noche
y el calor de la mañana
salen los barcos del puerto
y amanecen en la Habana"

O aquella otra que dice:

"Triste es la noche en la  mar,
triste es la noche sin luna,
pero más triste es amar
sin esperanza ninguna"

  
   Coplas viejas que ya nadie conoce ni canta.

sábado, 7 de mayo de 2011

JUEGOS DE MAR (1)

  Yo en El Arenisco, 1952. Fotógrafo: Carlos González Rojas

JUEGOS DE MAR (1)

    Un elemento fundamental de los recuerdos de los adultos es la infancia., y dentro de ese espacio vital, los juegos. Estos han ido evolucionando a lo largo del tiempo, pero en lo fundamental muchos de ellos consisten en aprovechar el entorno, la naturaleza, y a través de ellos ir descubriendo la vida. Por eso muchos de los juegos infantiles consisten en imitar las labores de los adultos. La sociedad en la cual vivimos ha hecho desaparecer, al menos en los medios urbanos, esos elementos de juego, y niños y jóvenes se encuentran inmersos en juegos electrónicos y cosas  similares que puede que no valoren en muchos casos los elementos esenciales de los juegos tradicionales, como son la camaradería, la amistad, la solidaridad,...

   Estar, vivir, al lado del mar conlleva sumergirse en la filosofía de la vida que él mismo transmite. El deleite de aprender a nadar, las competiciones espontáneas y ocasionales, el mariscar, los trucos de la pesca con anzuelo o con pandorga, los barquitos de hojalata...

  Los lugares de baño más habituales en la Punta se distribuían en tres zonas de la costa de la Hoya Baja: El Arenisco, el Roquete y el Puertito. Dependía la elección de gustos personales, de la edad o de la proximidad: Las Furnias, El Altarejo y el resto de la costa era para gente mayor, algo lejano y excéntrico para los chiquillos de la época. Se iba una vez en verano de merienda a Las Furnias o San Juanito, y no más.

   El Arenisco era el lugar más cercano, familiar y concurrido. El baño, naturalmente, dependía del estado de la marea, que para nosotros era alta o baja, subiendo o bajando. No era una marea muy sutil de definir la pleamar y la bajamar, pero sí práctica. En la década de los años 30 hubo en El Arenisco casetas de madera pintadas de colores, las cuales fueron construidas por varias familias de veraneantes para poderse cambiar en las mismas. En aquellos años, según me contaron los mayores, el momento del baño era distinto según sexo y edad. Primero acudían a la playa las mujeres y los niños, después los hombres. Ellas lucían unos bañadores de tela de mahón de confección casera, falda larga incluida, excepto una dama que, más atrevida y moderna, comenzó a usar un largo bañador de punto hecho a propósito.

   Cuando se retiraban señoras y niños llegaban los hombres y los jóvenes mayores, tocados todos ellos con sombreros panamá o canotiers, bañadores de tirantes y puro habano en ristre. Mi abuelo Víctor era uno de ellos. Cuando el Charco Redondo, hoy desaparecido engullido por la actual piscina, estaba practicable en la bajamar, mi abuelo llevaba una botella de Lacrima Christi de cosecha propia en su finca de Los Baldíos que se ponía a enfriar en el mismo Charco. Se llevaban copas de vino y se tomaba el aperitivo después del baño que no consistía, por cierto, en batir ningún record olímpico, sino en charlar animadamente con los sombreros puestos y terminarse mientras tanto el habano que se había encendido al bajar a la playa.

  Junto con mi abuelo participaban en el remojón-tertulia D. Manuel González, padre de la maestra, el Sr. Renshew, D. Celestino Ramos, D. Luis Ramos Falcón o alguno de sus hermanos, D. Elías González, D. Carlos Nóbrega y otros.

   No obstante, ya en los años cincuenta no había separación por sexo o edad. La chiquillería, siempre inquieta y revoltosa, deseábamos llegar al Arenisco cuanto antes pero las madres, en previsión de desmanes o presuntos ahogamientos, tenían que estar presentes en el momento del baño. Envidiábamos a rabiar a los muchachos punteros, que estaban ya nadando como pejes sin permiso ni supervisión de nadie. La cosa es que las madres se entretenían por el camino hablando de sus cosas, girando casi siempre la conversación en torno a la comida de mediodía, intercambio de recetas o alguna novedad llegada con la guagua que, además de gente, llevaba a la Punta provisiones y la prensa, que así era como se llemaba genéricamente el periódico El Día, recordando quizá su nombre de antes de la Guerra Civil.

   Esa extraña práctica, para nosotros, de ir retrasando la llegada a la playa constituía una incomprensible tortura, por lo que no quedaba más remedio que pedir permiso a gritos para adelantarnos, cosa que se daba habitualmente, pero con una severa advertencia: "¡No se metan en el agua hasta que lleguemos!"

   A esa voz dalíamos de estampida por la inestable vereda de tierra finísima que llevaba al charco y que bajaba por el costado de la casa de la familia Ramos Falcón, levantando con ello una polvareda increíble. Esa espera de unos solos minutos era insufrible, dándonos la impresión de que el mar se agotaba y no nos iba  a dar tiempo de disfrutar de él lo suficiente. Dejábamos las toallas y todo el matalotaje que llevábamos sobre el callao caliente y hábiles en caminar sobre ellos nos sumergíamos hasta las rodillas en El Arenisco, preparados para lanzarnos al agua nada más ver las figuras, para nosotros ceremoniosas y lentas, de nuestras madres que llagaban enfrascadas en su conversación.

   El saber nadar era para nosotros algo lógico. Ninguno de nosotros recibió clases de natación; aprendimos por imitación y porque el cuerpo humano flota en un medio acuoso de forma natural. El que no aprende a nadar no lo hace simplemente porque tiene miedo. Primero nadábamos como ranas y después aprendimos observando a los chicos punteros, que nadaban como pejes, y de algunos adultos que tenían buen estilo, como es el caso de D. Basilio Francés y sus hijos entre los veraneantes, o Manego, Lele o Juana, entre los locales, que eran consumados nadadores.

   Pero la presnecia del mar en nuestras vidas no se limitaba a la hora del baño pues, si podíamos, estábamos desde el amanecer en sus orillas, mariscando, pescando, jugando con barcos de lata o disfrutando del más sencillo de los entretenimientos: lanzar callaos al mar con cierto estilo para que rebotaran varias veces sobre su superficie. Pero eso es el inicio de otra entrega.


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