Atardecer

Atardecer
Septiembre 2009

jueves, 18 de noviembre de 2010

AÑOS 50. MIS VIVENCIAS



  











Punta del Hidalgo. Imágenes del Puertito, 1939.
Autor de las fotografías: Víctor Núñez Izquierdo.
Texto: Víctor Núñez García.


En un espacio de más de veinte años hasta mi nacimiento (1950), como es natural, sucedieron muchas cosas en La Punta. Algunas de ellas están recogidas en el libro de María Rosa Alonso, "Un rincón tinerfeño. La Punta del Hidalgo", en artículos de ella misma publicados en "El Día", o de mi padre, Víctor Núñez Izquierdo. Otras, en cambio, se conservaron en las mentes de sus protagonistas o espectadores como anécdotas de vivencias muy personales. Algunas de ellas se comentaban y repetían en las largas sobremesas o en las tertulias, fueran ellas mañaneras o nocturnas, a la luz éstas del espléndido cielo puntero, aún sin contaminación lumínica. Tal era el caso de la pequeña y trágica historia de Donato, pescador de la Hoya Baja, hombre bregado en mares, que murió ahogado en un charquito minúsculo cuando le dio una crisis de epilepsia mientras buscaba carnada. Alguna de esas historias quedaban en la memoria, como las míticas pesquerías en las Salvajes o las peleas a remazo limpio con los pescadores del Pris o del Valle...

En aquella época, antes de la llegada de los "infiernillos" todavía se cocinaba en la casa de los abuelos con carbón. La cantidad de carbón necesario para usar en le verano se encargaba de un año para otro. Me llamaba la atención la llegada de aquellas mujeres que bajaban, algunas descalzas, desde las Montañas, nombre genérico para designar esa parte de la isla que es la cordillera de Anaga. Venían de Chinamada y los Batanes por las laderas del barranco de Azoca, cargadas con enormes sacos de carbón a la cabeza. Tocaban a las puertas -entiéndase esto como una licencia literaria, porque en la Punta nadie cerraba las puertas- con su mercancía. Mi abuela o Ángela las hacían pasar a la cocina para que almorzaran y que no tuvieran que regresar, barranco arriba, con el estómago vacío. En otras ocasiones traían frutas tempraneras: los primeros higos de leche, uvas, albaricoques o peras pierna de monja(1), de color pálido, pequeñas y sabrosas, que eran las preferidas de mi abuelo. Alguna de aquellas mujeres solía traer moras cuando era la temporada, con una cacharra en la cabeza y otra en una mano, anunciando a voz en cuello su preciosa mercancía color granate: "¡A las moras! ¡A las moras!"

Durante mi niñez la jornada empezaba en la casa antes de que Eulogio pusiera a funcionar "la máquina del agua" a las siete en punto de la mañana. La Máquina, vamos a ponerla con mayúsculas dada su importancia social y económica, estaba al lado del Puertito y aún se pueden ver allí sus ruinas, que bien podrían adecentarse como expresión de eso que se llama arquelogía industrial. Se oía un "puf, puf, puf" lento e inconfundible, que poco a poco iba ganando en intensidad y ritmo hasta que el motor arrancaba en serio. El olor a gasoil llegaba hasta mi cama, siendo ese el momento de comenzar a desperezarse. También era el instante en que mi abuelo Víctor encendía la primera cachimba del día, aún en la cama, e intentaba llamar mi atención para iniciar una conversación, cosa que hacía con una expresión propia  e inconfundible: "¡piichuuu...!" Era también el momento en que aparecía Ángela con sendas limonadas muy azucaradas.

Cuando, a continuación, me asomaba al balcón y había marea baja, ya Eulogio "el de la Máquina" estaba en la Bajeta con su caña, dedicado a pasar la mañana pescando viejas, algo en lo que era un consumado maestro.

A esa hora ya hacía tiempo que los pescadores habían salido a la mar, después de haberse pasado la primera parte de la noche buscando carnada por el callao de Bajamar y la Punta. En esas horas nocturnas los "jachos" de petróleo brillaban por la costa, pudiendo adivinarse quiénes eran sus portadores por el lugar en donde se encontraban. A la mañana bien temprano, aún sin clarear el día, se les oía pasar en dirección al Puertito conversando.Con el tiempo, la reiteración y la costumbre podía identificar quiénes eran cada uno de ellos sin verlos, solo por sus voces. Con todo, estos hombres acostumbrados a la rudeza de su oficio, solían ser parcos en palabras, especialmente con aquellos que no les eran muy conocidos. Pasaban cargados con la carnada, las cañas y el resto de aparejos necesarios para comenzar una jornada de trabajo.

Eran seres solidarios, reconociendo así su pequeñez al lado de la inmensidad del océano. Se ayudaban unos a otros a sacar las barcas, que una tras otra salían a mar abierta por la pequeña bocana del puerto en dirección al Valle, las Salvajes, los Roques..., siempre costeando y fijando a veces su rumbo por accidentes geográficos de la costa o por árboles concretos que en ella habían. Cuando la mar estaba de bonanza y el viento era propicio, usaban velas. En aquellos tiempos aún no habían llegado los pequeños motores que facilitaron después las faenas. Todo era a golpe de brazo y constancia, dependiendo de sus propias fuerzas ante las embestidas imprevistas de la mar.

Los primeros motores produjeron una auténtica revolución. La chiquillería se arremolinaba en el Puertito o en la Muralla de la carretera gritando al unísono: "¡Un "baico" moto-o-or! ¡Un "baico" moto-o-or!, con un cantito rítmico y característico que duraba hasta que las barcas entraban por la bocana. Algunos de los chicos, conscientes de que sus padres no tenían aún motor, cuando los veían regresar con la vela desplegada, gritaban en competición con los otros: "¡Un "baico e" ve-e-la! ¡Un "baico e" ve-e.la!". Al final, todos salían corriendo para ayudar a varar la barca y en la limpieza de las panas que, con suerte y si los dejaban, podían servirles para coger olas por un rato, mientras los más pequeños nadaban completamente desnudos en las aguas del Puertito.

La arribada de las barcas llenaba de gente el lugar: las mujeres se aprestaban a llenar las barquetas y las cestas con el fruto de la pesca, cubriendo las cabrillas, los meros, las saifías o lo que hubieren pescado, con "musgo" y un paño limpio, para salir a continuación a venderlo por Bajamar, Tejina, Tegueste, La Laguna.... Una de ellas, Candelaria, mujer dispuesta y con iniciativa, solía ir a La Laguna, pregonando por las calles a voz en cuello su mercancía, con una entonación que la hacía identificable a varias manzanas: "¡Al pescaaado! ¡Al pescaaado! ¡Al pescaaadooooo! ¡A las cabrillas, que están fresquitas!". "Son de la Punta, mi niña, están fresquitas", solía contestar a las "feligresas" que le preguntaban por lo que llevaba en su cesta.

En el Puertito se congregaban además de los protagonistas, curiosos y veraneantes, que a veces ayudaban a varar las barcas. Estas eran limpiadas con esmero, con un grado de perfeccionismo asombroso. Todo tenía que quedar en perfecto estado y limpio para la siguiente jornada. Cuando la mar estaba mala se aprovechaba para repasar posibles roturas o desgastes producidos por el tiempo y la faena. Se repintaban con esmero, y con pulso se reponían los nombres que tenían y que evocaban las más de las veces a mujer, madre o hija. En un oficio duro, ese tiempo de relativo solaz se usaba también para contar historias de la mar, mientras algunos encendían en un lento ceremonial la cachimba o el cigarro...
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(1) Sobre esa y otras variedades de peras ver el interesante artículo de Antonio Javier González Díaz, "Los Perales de Viera. Perales tradicionales de Canarias". http://www.rinconesdelatlantico.com/

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