Atardecer

Atardecer
Septiembre 2009

miércoles, 3 de noviembre de 2010

NOTAS DE UN VERANO. EL HOMICIAN, LUGAR DE LEYENDA

NOTA PREVIA: Éste artículo fue publicado por Víctor Núñez Izquierdo (1918-1984) en el periódico El Día el 7 de octubre de 1964. Como se puede apreciar, se trata de un escrito en el que desarrolla una precupación entre un pasado a proteger y el cubrir unas necesidades propias de la nueva época. Se trata de los años sesenta, cuando comienza la época del llamado "desarrollismo" y la sociedad, sus costumbres y su arquitectura popular incluso, van a cambiar. (VNG)

Frente a la mar, cuelga desde la altura - como racimo maduro- vertiente abajo. El caserío es hoy diferente, desaparecen los tejados y los patios pedregosos, que otrora albergaran tertulias: cuentos de la mar, testimonios de aparecidos (las Casas Bajas y el pirata), brujas y "aquel peje que cuasi me tumba por la banda". El Homicián siempre tuvo un marcado carácter "puntero", quizá el más significativo de todos los lugares de la Punta del Hidalgo. Allí permanece quieto frente al tiempo. En su altura aún perdura algo de su carácter antañón; de los tiempos de los Tribunales de donde le viene el nombre.

El salitre marinero asciende cumbre arriba dejando el perfume de las algas unido a otros olores muy punteros: el del cardón, la tabaiba y el de su tierra olorosa de vides y frutales. Lo mismo ocurre allá en la Hoya Alta, medio metida en la montaña, de espaldas a la mar, que parece querer ocultarse en un brusco escorzo, al abrigo de los tiempos del noroeste. En esto -el ocultarse- el Homicián es más bravío, está quieto ahí donde su nacimiento, dando el pecho fuerte. Para ello moldeó el contorno del risco en un abrazo comprimido, tenaz y profundo: se enraízó, donde cualquier tiempo venido desde fuera, no ha podido desterrarle.

El caminar se hace lento y pesado. Montaña arriba surgen los saludos mezclados con la mirada atenta de los más viejos -aquellos que no bajan a la carretera desde hace años-, ellos se sorprenden de los visitantes nuevos. La chiquillería se entrecruza a nuestro paso y las mozas "aguadoras" sonríen a nuestro saludo mañanero con la simpatía de gran jovialidad y buen humor que estas gentes dejan entrever siempre entre su cadencioso hablar. Algún pescador retirado de la faena nos cuenta las necesidades del lugar, y a medida que subimos nos invade algo extraño  acerca de estas necesidades, algo así como si fuésemos auténticos vecinos, como si allí contara nuestra vida, nuestra forma de vivir. Nos damos cuenta que el término municipal es grande, que en todas partes surgirán preguntas parecidas, necesidades iguales y... realizaciones tardías, quizá nunca logradas. Pero es así como se vive y se convive. Las mentes de estas gentes están en sus problemas. ¿Qué importan los de los demás, ni las de otro lugar? Y esto se discute frente a las casas blancas, en las aceras de lustroso cemento, en los pequeños patios floridos, regados con el trabajo enorme de acarrear el agua desde la fuente -o la llave- que está abajo, a mitad del camino pino.

Arriba ya luce -en mitad de una tranquilidad nueva en los tiempos actuales- la brillante vista del horizonte, los platanales de la costa, el Roque Carnero con su cumbre en cortante filo, los Dos Hermanos de la leyenda, a cuyo pie descansa la zona del que fue nido de Amaro Pargo, el sutil pirata que supo escoger la ensenada de San Mateo para sus asaltos de sorprendente efecto, ante sus aturdidos adversarios. También se nos ofrece desde esta altura el espléndido panorama del conjunto: mar y cumbres, playas y litoral; caseríos dispersos, dentro de la carretera sin salida que posee la Punta, y la zona verde mezclada con la aridez de este lugar volcánico primitivo, ofreciendo su desnudez y oquedades, que sugieren formas fantasmales en los anocheceres calinosos.

¿Cuántos lugares como éste posee la isla? ¡Cuántos, también, se están perdiendo! Los tiempos cambian, y con él la fisonomía isleña toma caracteres diferentes. Desde un punto de vista es lamentable, y nos referimos a su peculiar carácter: parecernos a los demás es perder personalidad, y esto siempre cae en una vulgaridad manifiesta.

En nuestra visita hubiésemos querido captar los más mínimos detalles: la piedra del camino, tantas veces hollada; el tejado carcomido por el tiempo, guardador de conversaciones a la luz de la lumbre; los secretos de los barrancos; el contenido de voces que el aire trae de los lugares más bajos, y que suben montaña arriba desde las Casas Rojas, desde El Calvario, desde las Casas de Perera. El Homicián, esto y mucho más, nos brindaría si sabemos escucharle. Indudablemente es corto el tiempo de nuestra visita. Nos gustaría permanecer tiempo encumbrado en su más alta altura, allá donde las aves observan al hombre arrastrarse cumbre arriba o cumbre abajo: algo así como una experiencia, que actualmente sabría a nueva. Pero esta calma, estas buenas gentes, esta forma de vivir obligada por su disposición en la geografía isleña, hacen del Homicián un lugar virgen y privilegiado, que algún día perderá su encanto enmarañándose con nuevas épocas, en esta mezcolanza de rápidas y estrepitosas transformaciones.

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