En las oquedades que los caminos ofrecen en nuestros pueblos, se producen tertulias que crecen a medida que hombres a ellas se aproximan. Y, ya se sabe, los caminos sin nombre estaban incluidos en el genérico de Camino Real. Tierra hollada por el tránsito del hombre que domina el paisaje después de la bestia, que es quien escoje los mejores sitios en principio, demostrándole al hombre que el instinto es algo importante y no cuastión de dejar de lado.
En uno de esos rincones, allí donde el viento remolinea desprendidas hojas y abandonados papeles que reposarán tiempo antes de ser barridos por la escoba hacendosa de una seña María, estaba Pascual, el pescador, marino endurecido; el de las manos callosas y la piel reseca, descalzo y enconvardo, con la camisuela remendada y uno de sus calzones remangados por costumbre, pues la mar ya no estaba en su trajinar diario de los años de acción cuando, en muchas mares, su cuerpo había recibido el bautismo salado de sus aguas y los muchos horizontes que fueron otrora.
Pascual sabía cosas. Las gentes también sabían que Pascual portaba en su mente aventuras y relatos, que alguna que otra vez sacaba a la luz en sus parcas intervenciones, pues él tenía su particular forma de ver el mundo, y después de tanto batallar en su vida dura de marino, sus reacciones eran lentas y precisas. "¿Vale la pena complicarse en asuntos?", preguntaba con frecuencia al ser interrogado desde la curiosidad.
Nuestro hombre, si relataba algo de sus andanzas ponía en ello gran calor, gesticulando y moviendo brazos, puesto de pie, que era su forma natural para mejor expresarse en mitad del grupo del que sobresalía por su corpulencia y buena hechura ósea.
- Allí, en la parte de "proba", la mar castigaba dura. Y por poco naufragmos al dar la vuelta a Tierra del Fuego. Había que oír los "estrallidos" del "aderamen".
Aquí, Pascual se exaltaba e imitaba a los vientos y a los bandazos que la supuesta nave hacía remontando mares o ladeándose a ambas bandas sobre las altas olas.
- Una vez -dijo acalorado- eran tantas la gaviotas del sur que, si se llegan a posar sobre "nojotros", nos hubieran mandado a los infiernos. Fue el día peor y más negro que yo he tenido en todos los mares que visité. (Sus relatos, si se le calentaba el pico, no tenían fin).
Este Pascual tenía una muy particular visión de lo que era el mundo; una mar era igual a otra mar, aunque estuviesen de echo bien separadas. Y ¿la tierra? La tierra no estaba, o no contaba. Había permanecido poco tiempo en ella y, nunca la trajo a sus relatos si no formaba parte de alguna buena estampa de puerto, o de mujeres, porque Pascual, hombrón corpulento, permanecía soltero, enarbolando que: "... "pa" que más mujer que la propia mar con sus engaños".
La reunión se iba desarrollando sobre asientos de duras piedras y en cuclillas, incluyendo la presencia de algún jovenzuelo que atendía a todo sin escapársele ni una pizca de los relatos. Los muchachos gustaban de ello y de cuentos de cuartel y de guerra, en los que Andrés el bizco, frecuente participante, alegaba sus aventuras bélicas demostrando que mutilado, aún llevaba metralla en varias partes de su cuerpo marcado, cosa que no le impedía cantar cuando lidiaba en torno a su barca, "la Carmela". Siempre bien pintada y presta a navegar las orillas de la isla en pos de las coloradas viejas o los cabezudos meros, sus capturas preferidas, porque los marinos isleños son hombres sencillos, que jamás pretendieron salirse de su medio y particular ambiente: con la mar crecieron y con la mar han muerto.
Pascual se sentía fuerte si relataba sus aventuras cuando cruzó el Estrecho de Magallanes, no olvidando a us compañeros, para los que tenía una particular expresión: "Cuando los muertos eran conocidos". Y recordaba, con tristeza, a un noruego que le atendió en su primera arribada al velero, pues "estos no son mares, comparadas con aquellas donde el agua es quien manda y se la ve barrer las islas que van quedando a estribor, rumbo a las tierras del Japón". Y contaba y contaba cosas de pejes y de barcos, de mares y de meses sin ver tierra, aunque su mente, en cualquier bonanza consigo mismo, le trasladara a tierra tinerfeña y a su lugar costero que le viera nacer, pues el rudo Pascual era un sentimental que tomó rumbo fuera para ver el mundo y percatarse, ya viejo, que todo es igual pero diferente, y su rudeza en solitario le había convertido en un ser extraño para los del vivir cotidiano. El sabía que el mundo es redondo y no consideraba importante el bullicio estéril del hombre de ciudad o de grandes concentraciones humanas, pues ¿cómo se podía caminar descalzo en mitad de los coches, de políticas y de gentes? Su fórmula de convivencia estaba más en los grandes espacios libres que en los apabullamientos impuestos por tantos seres apiñados. Ni siquiera se sometió a normas de comida, pues decía: "Yo compro todo "pa" un potaje que me durará una semana. Voy sacando platos de caldo, y por uno que saco, otro de agua clara. Así dura los siete días". Y, cachimbazo tras cachimbazo de un tabaco de Virginia que llamaba de hoja, el viejo marino contaba sus horas bajo el transparente tejado de un cuartucho mal heredado. Y desde su camastro en un rincón, un hombre que cruzó miles de leguas bajo diferentes cielos, se conformaba con vislumbrar pequeños trozos de él - el de Tenerife azul- que, sobre su cabeza penetraba por las rendijas de su último techo, bajo el que rememoraba, vaya usted a saber qué, en las largas noches de insomnio, donde su imaginación calenturienta, "la loca de la casa" que bien definió Santa Teresa, jugaría entre aguas, estrellas y gaviotas.
Nuestro hombre, si relataba algo de sus andanzas ponía en ello gran calor, gesticulando y moviendo brazos, puesto de pie, que era su forma natural para mejor expresarse en mitad del grupo del que sobresalía por su corpulencia y buena hechura ósea.
- Allí, en la parte de "proba", la mar castigaba dura. Y por poco naufragmos al dar la vuelta a Tierra del Fuego. Había que oír los "estrallidos" del "aderamen".
Aquí, Pascual se exaltaba e imitaba a los vientos y a los bandazos que la supuesta nave hacía remontando mares o ladeándose a ambas bandas sobre las altas olas.
- Una vez -dijo acalorado- eran tantas la gaviotas del sur que, si se llegan a posar sobre "nojotros", nos hubieran mandado a los infiernos. Fue el día peor y más negro que yo he tenido en todos los mares que visité. (Sus relatos, si se le calentaba el pico, no tenían fin).
Este Pascual tenía una muy particular visión de lo que era el mundo; una mar era igual a otra mar, aunque estuviesen de echo bien separadas. Y ¿la tierra? La tierra no estaba, o no contaba. Había permanecido poco tiempo en ella y, nunca la trajo a sus relatos si no formaba parte de alguna buena estampa de puerto, o de mujeres, porque Pascual, hombrón corpulento, permanecía soltero, enarbolando que: "... "pa" que más mujer que la propia mar con sus engaños".
La reunión se iba desarrollando sobre asientos de duras piedras y en cuclillas, incluyendo la presencia de algún jovenzuelo que atendía a todo sin escapársele ni una pizca de los relatos. Los muchachos gustaban de ello y de cuentos de cuartel y de guerra, en los que Andrés el bizco, frecuente participante, alegaba sus aventuras bélicas demostrando que mutilado, aún llevaba metralla en varias partes de su cuerpo marcado, cosa que no le impedía cantar cuando lidiaba en torno a su barca, "la Carmela". Siempre bien pintada y presta a navegar las orillas de la isla en pos de las coloradas viejas o los cabezudos meros, sus capturas preferidas, porque los marinos isleños son hombres sencillos, que jamás pretendieron salirse de su medio y particular ambiente: con la mar crecieron y con la mar han muerto.
Pascual se sentía fuerte si relataba sus aventuras cuando cruzó el Estrecho de Magallanes, no olvidando a us compañeros, para los que tenía una particular expresión: "Cuando los muertos eran conocidos". Y recordaba, con tristeza, a un noruego que le atendió en su primera arribada al velero, pues "estos no son mares, comparadas con aquellas donde el agua es quien manda y se la ve barrer las islas que van quedando a estribor, rumbo a las tierras del Japón". Y contaba y contaba cosas de pejes y de barcos, de mares y de meses sin ver tierra, aunque su mente, en cualquier bonanza consigo mismo, le trasladara a tierra tinerfeña y a su lugar costero que le viera nacer, pues el rudo Pascual era un sentimental que tomó rumbo fuera para ver el mundo y percatarse, ya viejo, que todo es igual pero diferente, y su rudeza en solitario le había convertido en un ser extraño para los del vivir cotidiano. El sabía que el mundo es redondo y no consideraba importante el bullicio estéril del hombre de ciudad o de grandes concentraciones humanas, pues ¿cómo se podía caminar descalzo en mitad de los coches, de políticas y de gentes? Su fórmula de convivencia estaba más en los grandes espacios libres que en los apabullamientos impuestos por tantos seres apiñados. Ni siquiera se sometió a normas de comida, pues decía: "Yo compro todo "pa" un potaje que me durará una semana. Voy sacando platos de caldo, y por uno que saco, otro de agua clara. Así dura los siete días". Y, cachimbazo tras cachimbazo de un tabaco de Virginia que llamaba de hoja, el viejo marino contaba sus horas bajo el transparente tejado de un cuartucho mal heredado. Y desde su camastro en un rincón, un hombre que cruzó miles de leguas bajo diferentes cielos, se conformaba con vislumbrar pequeños trozos de él - el de Tenerife azul- que, sobre su cabeza penetraba por las rendijas de su último techo, bajo el que rememoraba, vaya usted a saber qué, en las largas noches de insomnio, donde su imaginación calenturienta, "la loca de la casa" que bien definió Santa Teresa, jugaría entre aguas, estrellas y gaviotas.
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